He visto cómo cuidas tu
casa. Proteges a tus hijas, rechazas a los hombres, pides los
préstamos, echas a los pedigüeños. Te ulceras por un pedazo de
pan, tramas y matas y lo justificas. Te mueres de inteligencia, y
eres buena, y desde los tobillos hasta tan alta tu frente te devora
el orgullo, tan despacio, pero implacable como tú.
Eres la protagonista de
una historia atroz, eres una matanza con arsénico, eres una musa de
Tarantino, eres Scarlett O'Hara y la tierra roja de Tara.
Y yo soy igual. Yo el
conde de Albrit, tú la condesa. Somos más orgullosos que buenos.
Somos un hombre y una mujer excepcionales, los que luchamos por el
pan pero no por el amor. Somos los que no toleramos un desprecio, los
que no nos rebajamos, los que morimos de pie. Hay algo de placentero
en el desprecio de los que nos hacen daño, y eso nos une.
Pero eso mismo nos
separa. El orgullo. La soledad es para los dos un común placer, pero
su disfrute no puede ser compartido por soledad. Mi casa y los míos,
tu casa y tus hijas, tu ajuar, tu tierra roja. Eso es lo que nos da
nuestra fuerza. Sé que nos queremos tanto que no estamos hechos el
uno para el otro.
Y casi diría, querida, que me importa un bledo.
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