Era una persona triste. Era especialmente gris. Y, sin embargo, no dejaba de preguntarse cosas. Era curioso, porque él siempre había creído que las ideas tenían colores, y que tenerlas todas juntas a la vez en la cabeza construiría algo hermoso. Pero lo que había sucedido es que, de tanto mezclar, ya no sabía ni dónde estaba el pigmento y la mezcla era sólo gris.
Gris era su trabajo. Por un lado, pensaba que ayudar a los demás a costa de uno mismo (la única forma de ver su trabajo con cierta aprobación) sería bonito, pero por otro pensaba que renunciaba a tantas otras cosas en la vida. Era como si trabajase para que los demás fueran felices a su costa: podrían dedicarse al arte, a leer, a la música, a cocinar, a actuar, a viajar... En cambio, él era sólo la red de seguridad, era el que engrasaba las vidas. Era un trabajo lleno de gris. De hecho, todos los que lo hacían iban vestidos de gris. A veces se ponía una corbata roja, como una chispa de vida buscando auxilio, pero pocos clientes le reconocían como a alguien diferente. En cambio, sus jefes enseguida le condenaban, como dándole la razón a la parte triste de su alma, “no eres tú lo rojo de la vida, trabajas para que los demás lo sean”. Su trabajo le hacía sentir mal porque no se basaba en algo real, sino que era especulativo: los hombres grises hablaban de cosas que no existían y se ponían de acuerdo sobre ellas. Y, en cambio, le pagaban bien y la gente se lo agradecía. Sin embargo, él tenía la sensación de que les estaba robando, de que cualquiera podría hacerlo igual de bien. Aunque eso no era cierto; poco a poco se había ido convenciendo (quizá porque no sabía hacer otra cosa) de que era un buen vendedor de ideas.
Pensaba hasta cuando se lavaba los dientes. Se atascaba en cada recoveco; se preguntaba, siempre que se arreglaba, se lavaba la cara, se afeitaba o hacía ejercicio, si lo hacía por él mismo, o por agradar a los demás, o por su trabajo. Al final, todos creían que era presumido, pero es que pensaba cualquier cosa que hacía y por eso tardaba una eternidad en llegar a cualquier parte.
Pensaba sobre todo que estaba solo. Pensaba que nadie le entendía, y que aunque buscase jamás encontraría a alguien que le entendiera. A veces pensaba en ella y sólo deseaba ver Saber y Ganar hasta el ocaso de los tiempos, hasta que fueran viejos y ya se supieran todas las respuestas. A veces pensaba en el suicidio anómico, en si realmente había alguien que le necesitaba, o si podía marcharse a otro sitio donde mezclar ideas hasta ahogarse no se convirtiera en un empacho gris, sino en una liviana felicidad luminosa. A veces pensaba en dejar su trabajo, en dejar de ser él haciendo cosas que él jamás haría, y mil cosas más. Pensaba sobre todo que la gente le aburría, que ya no era necesario molestarse en conocer a nadie, que sólo para poner al día sobre sí mismo a cualquier persona harían falta por lo menos unas cuantas semanas, y que no valía la pena ni siquiera intentarlo. Le hubiera gustado que las personas vinieran ya hechas, como salidas del horno, que pudiera mezclar como colores a todas las personas que conocía y hacerse una con la que hacerlo todo, que le entendiese desde ya. Sabía que al estar tan lleno de ideas, todas eran contradictorias, que no podía afirmar nada ni desdecir nada. Había dejado de hablar por no cometer errores, y tenía ganas de morirse porque sabía que no existía nada perfecto, pero hasta esa misma idea era perfecta. Se había convencido de que era único, de que forzosamente debía ser interesante aunque no estuviera lleno más que de aire, de proyectos sin forma, de cosas que no podía empezar; sabía que hasta eso podía crear interés en alguien, siempre que no fuera él mismo. Su psiquiatra no entendía nada de lo que le decía, pero le perseguía obsesivamente, como si fuera un curioso animal, exótico, ermitaño, una revolución científica.
Y a veces, sobre todo, veía su muerte y sabía que no moriría de pena, sino de confusión.