Ella no lo sabía, pero él tenía un plan. Cuando volviera a verla, ya no sería el mismo. Habría vivido más, habría hecho más cosas, habría aprovechado el tiempo. Se escondería de ella hasta que estuviese preparado, jamás le contaría nada de sus progresos. Quería que ella le prestase atención, que al verlo se acordase del simpático y triste chico de antes, pero que se quedara impresionada al verlo aparecer con una enorme, sutil y amable aura de sabiduría. Soñaba con invitarla a un café y regalarle una flor con su primer sueldo; explicarle humildemente sus pequeños pero constantes triunfos. Soñaba con el reencuentro, él vestido con un traje de pobres, presentarse como un pequeño señor que se había ganado todo lo que tenía. Soñaba con su sonrisa, y su plan, que tantos años y esfuerzos le costaría realizar, tenía sólo ese fin.
Pero también le preocupaba que el café nunca llegase. Sobre todo, le preocupaba que el resultado no dependiese de él. Que por mucho esfuerzo que hiciera, ella nunca quisiera verlo de nuevo. Que jamás volviera a sonreírle. Que estuviera haciendo cosas no por sí mismo, sino por un fugaz deseo. Que el amor cambiase durante el tiempo, que lo llamaran química, capricho, ingenuidad o sexo, que él sólo fuese un actor en una película de guión impasible.
Pero entonces pensaba que, al menos, recorrería camino, y que la sonrisa de ella era la idea que más le gustaba.
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