Los almendros están
separados unos de otros unas decenas de pasos; pero para ellos, que
están anclados al suelo, es una distancia infinita. Nunca pueden los
almendros tocarse, nunca caminar ni estrecharse las manos.
Por esto los almendros
decidieron crecer hacia arriba, porque no pueden hacerlo hacia los
lados. Apuntan al cielo para dar lo mejor de sí.
Se criaron en tierra seca
y aún así florecen con luces blancas. Dan frutos ásperos y duros
como la tierra, que sólo pueden saborear los que más insisten.
Pero si esos frutos no
son recogidos, cuesta que caigan, y los almendros no pueden crecer
más alto, florecer más blanco y dar más frutos al año siguiente.
Creo que la vida es como
los almendros: estar siempre solo, anhelando aquello que vemos tan
próximo, pero inalcanzable; es dar lo mejor de sí en soledad,
intentando ser feliz sin más que el sueño de crecer; es dar a los
demás lo que se tiene, pero si uno no puede dar a los demás aunque
lo desee con todas sus ramas, crecer deviene imposible.