Hay lugares que necesitan
una historia. Siempre, desde que soy dueño de las cosas que siento,
he querido cuidar a alguien en un hospital. Pero no a alguien
cualquiera, sino a una persona especial. De la misma forma, he
deseado que me cuidaran a mí esas personas, junto a la cama de un
hospital.
Las camas son los lugares
donde se cuentan las historias. A los niños se les explican los
cuentos en las camas. En las camas se postran los enfermos, y en la
cama se dice al ser querido “me equivoqué, lo siento” y se
acepta sin ninguna reprimenda, sólo con una inconcebible tristeza
permisiva y amable. Las historias de cama suelen ser, por ello,
tristes, pero lo importante no es su contenido, sino el mero hecho de
tener a alguien a quien contárselas.
A veces ni siquiera se
cuenta historia alguna. Lo único que uno desea es tener a alguien
somnoliento a su lado, o sufridor, que comprenda que se necesita
compañía. Una compañía sutil, no de hablar, ni siquiera de
escuchar, sino una compañía de estar, sin palabra alguna,
silenciosa, ni siquiera comprensiva, sino incuestionadora.
Espero algún día
romperme el brazo para que vengas. No para llamar la atención, sino
para no discutir. La convalecencia no admite preguntas. Hace poco te
llamé porque me operaban de apendicitis, y todavía no tengo claro si
apareciste. Sólo espero que alguien me cuente su historia
silenciosa, o que escuche la mía, pero sin historias soy tan mortal
como un hada sin palmas o canicas, más muerto que la enfermedad que
me postra.
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